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lunes, 10 de diciembre de 2018

Vamos por Todo (el Universo Paralelo)

Luego de su triunfo en las legislativas de 2013, la doctora Fernández de Kirchner ha logrado que su parlamento apruebe por mayoría la reforma a la constitución nacional, permitiéndole la reelección indefinidamente, noticia que el 51% del pueblo ha recibido con emoción y con la esperanza de que nunca en el futuro nadie le podrá quitar lo obtenido.
En los dos últimos años ha planificado todo cuidadosamente.
Luego de su indudable triunfo en las elecciones presidenciales de 2015 se ejecutarán las medidas que llevarán al pueblo argentino a disfrutar de la democracia más plena.
Serán inmediatamente removidos los últimos obstáculos de la democracia burguesa que han impedido la felicidad de su pueblo.
La justicia será formada por tribunales populares que reflejarán los resultados de las urnas. Nunca más habrá fallos en contra de los intereses del pueblo (que se forma por la mayoría y que la líder interpreta en forma inexorable).
La mal llamada prensa independiente será un recuerdo del pasado, ya no será financiada por buitres externos ni internos. Sólo quedará la prensa que defienda los intereses del pueblo, que no son otros que los de su líder, pues son la misma cosa.
Se cerrará la importación de cualquier bien extranjero pues es el trabajo nacional el que hará la grandeza de esta nación.
Para conseguir los bienes que aún no se fabrican en el país, se expropiarán los granos y la tierra a los oligarcas, pues nada es superior al interés del pueblo.
El comercio exterior será administrado por la secretaría creada para tal fin, siendo el estado el único habilitado para ejercer esta actividad.
Se invitará a todos los particulares a que cambien sus dólares o su oro por pesos, ya que el interés nacional sólo admite el uso de una moneda propia. Se detendrá a quien sea descubierto con moneda extranjera luego del periodo habiltado para el canje.
El comercio ilegal de moneda será considerado traición a la patria.
El Banco Central financiará las necesidades del tesoro nacional y su único objetivo será mantener el pleno empleo.
Estárá prohibida la publicación de cualquier estadística por parte de entes privados, pues sus resultados terjiversan la realidad y no tienen la capacidad técnica que tiene el estado para elaborar esta sensible información.
Los precios de las mercaderías serán regulados por la secretaría de comercio interior, bajo estrictos criterios de justicia social.
Cualquier comerciante que acopie o comercie en forma ilegal será juzgado por traición a la patria.
Si hubiera bienes o servicios que no se produzcan en el país, el estado nacional acordará con naciones amigas su provisión o producción, reservándose las condiciones de estas estratégicas negociaciones, que por razones de política internacional deberán permanecer en secreto.
Los salarios subiran hasta alcanzar el deseado "0" en el índice de Gini. Se hará realidad el principio de "de cada quien según su capacidad a cada quien según su necesidad".
Si algún empresario dejara de producir bajo el argumento de que su negocio no es rentable, deberá entregar la empresa a los trabajadores, pues el trabajo constituye un bien social y no podrá regirse por las reglas de la economía de mercado.
Los impuestos serán regulados y recaudados por el gobierno nacional que repartirá a las provincias de acuedro a criterios de equidad que oportunamente se establezcan.
El estado nacional podrá disponer de las viviendas de aquellas personas que posean más de una vivienda familiar para entregarlas a las familias que las necesiten. Nunca más la vivienda podrá ser un instrumento para la especulación.
El ministerio de educación establecerá las curriculas de todas las carreras en todos los niveles educativos. Sólo podrá enseñarse aquello que sea conveniente a los intereses nacionales.
Las escuelas deberán asegurar que todos los niños en edad escolar aprueben las materias y obtengan sus títulos a la edad establecida.
Los medios de comunicación no podrán emitir programación extranjera.
Se nacionalizarán todas las empresas de telecomunicaciones.
También se creará, bajo la órbita del gobierno nacional, el ente regulador de internet, con el objeto de que los contenidos de la red respeten el interés nacional.
El futbol, el automovilismo, el box, el tenis, el hockey, el rugby y demás actividades deportivas serán declaradas de interés cultural y por lo tanto serán gratuitas.
La salud será una e igual para todos. Se nacionalizarán las obras sociales sindicales y se expropiarán las empresas de medicina prepaga. Los honorarios médicos, las tarifas de los sanatorios privados y los precios de los medicamentos serán establecidos por el ministerio de salud de la nación.
Estas son las primeras medidas que tomará la doctora Cristina Elisabet Fernandez de Kirchner al comenzar su tercer periodo de gobierno, a partir del 10 de diciembre de 2015.

viernes, 19 de octubre de 2018

Elites. Entre el estado y el individuo.


Acaso la idea más revolucionaria de la historia haya sido la de “coordinación espontánea” de Adam Smith. El hecho de que cada individuo actuando de acuerdo a su interés personal promoviera sin proponérselo el bienestar general de la sociedad no tiene antecedentes.
En efecto, hubieron de darse determinados acontecimientos históricos, especialmente desde el Renacimiento, para que en occidente lentamente fuera desarrollándose la idea del individuo como dueño de su voluntad y se le reconociera su autonomía, bases sin las cuales no tiene sentido la idea de interés personal.
Los cambios tecnológicos promovidos por la Ilustración provocaron una mejora explosiva en la productividad. Gradualmente los hombres se trasladaron a las ciudades y se especializaron en sus habilidades. La especialización agregó a la autonomía la interdependencia. El correlato social de estos cambios se ve en el surgimiento de la burguesía, la expansión del comercio y el resquebrajamiento del orden feudal.
Pero lejos de que esta revolución liberal se afianzara, casi desde su surgimiento comenzaron a aparecer grupos de poder que intentaron limitar las libertades individuales. Las guerras civiles y las dos guerras mundiales sucedidas entre los siglos XIX y XX son producto de estas contrarrevoluciones.
La idea popperiana de “sociedad abierta”, estandarte del liberalismo, funciona más como una petición de principios que como la descripción de alguna sociedad actual.
Es que, en general, los hombres queremos gozar de los beneficios de la libertad sin pagar su precio. Ser libre significa asumir la incertidumbre, promover la igualdad ante la Ley y tolerar la desigualdad en los resultados. A cambio, cada uno puede construir lo mejor que pueda su destino.
El poder del monarca dio lugar en la modernidad al poder del estado, mucho más determinante que aquél, cuyos paroxismos vimos en los estados totalitarios del siglo XX.
En occidente, en el presente siglo quedan pocos estados totalitarios (Cuba, Venezuela, Nicaragua, algunos en África) pero en el mundo los sigue habiendo en países muy importantes. Rusia, China, Corea del Norte, Irán, son los ejemplos más claros.
También se observan fenómenos más matizados. Ni la democracia liberal, con su sistema republicano de pesos y contrapesos, con participación ciudadanos libres y autónomos y gobiernos limitados, ni estados totalitarios, reflejan totalmente el estado de cosas institucional.
En su lugar, observamos un híbrido, un reparto del poder mediado por diversos tipos de organizaciones que buscan apoderarse de determinados privilegios.
Estas organizaciones tienen en común su naturaleza extorsiva. El principio de igualdad ante la Ley no es un valor a defender, o en todo caso, es secundario a la objetivo de conseguir alguna ventaja sobre los demás. Lo mismo sucede con la Constitución, que puede ser desobedecida mediante cualquier ley que la reglamente.
La sociedad, entonces, queda gobernada por las oligarquías, que condicionan a las administraciones tanto como a la libertad de los individuos. El estado conserva nominalmente el monopolio de la fuerza y la capacidad de cobrar impuestos, pero las oligarquías le imponen el dónde, cómo y cuándo utilizar la fuerza o la recaudación.
Las oligarquías se presentan como mediadores ente el individuo y el estado, siempre van a mostrarse a los demás como propietarias del bien común y en defensa de toda la sociedad. Pero se administran mediante estructuras jerárquicas rígidas y sus elites son difícilmente reemplazables.
Se oponen a cualquier cambio que ponga en peligro el statu quo. La relación entre ellas es de tipo mafioso, negocian hasta el punto de su propia conveniencia e intentan siempre pasar los costos a terceros.
Los individuos autónomos están desolados. Por eso, el incentivo es incorporarse a alguna de ellas, incluso al costo de perder la autonomía.
El resultado es que la sociedad es gobernada por una red de colectivos. La legalidad depende del poder de cada uno para imponer sus designios. La sociedad oligárquica no tolera la disidencia ni el pluralismo. Los debates se transforman en diálogos de sordos.
A las tradicionales oligarquías representantes de distintos gremios como son los sindicatos y las cámaras empresariales y, por supuesto, la banca, los partidos políticos y la prensa,  se agregan constantemente otras:  colectivos de género, desocupados, ambientalistas, asociaciones de “derechos humanos”, etc.  Incluso algunas logran enquistarse en estamentos de los poderes públicos imponiendo sus reglas, como las de los jueces, policías y docentes.
El punto en común entre ellas es que todas exceden los objetivos de sus reclamos o estatutos particulares y buscan establecerse como un referente permanente en la lucha por el poder.
Algunos podrán ver con agrado esta alternativa frente al poder totalitario concentrado en el estado. Las oligarquías pueden poner un dique.
Otros verán que los individuos, subyugados por las oligarquías, pierden su autonomía y su libertad y, a cambio de una falsa seguridad, se vuelven frágiles frente a cualquier acontecimiento que suceda en sus vidas.
Cuando uno sufre pequeños desarreglos cotidianos aprende cómo enfrentarlos y está preparado para desafíos mayores, en cambio, cuando nunca sale de la zona de confort que le ofrece su colectivo se torna absolutamente vulnerable a los cambios.
Las crisis en las sociedades menos reguladas se sufren menos y duran menos tiempo. Todo lo contrario ocurre en sociedades anquilosadas. Pequeños ajustes son preferibles a grandes cambios.
La uberización de la vida social a algunos los excita y a otros los aterra.
La oligarquía ofrece un escenario de falsa estabilidad, favorece a las burocracias que se enquistan y encarecen cualquier procedimiento.

¿Es cómoda la vida con este orden social? ¿Es, acaso, una forma deseable de controlar el poder por medio de la dispersión? Por último, ¿es esta una configuración estable de la sociedad?


miércoles, 3 de octubre de 2018

La reforma de la que ni se habla


La Argentina gobernada por Cambiemos lleva tres años en un laberinto en el que está encerrada hace casi noventa años.
La aspiración del nuevo gobierno de torcer el derrotero decadente de la economía del país apelando a un cambio gradual nunca explicado ni en su necesidad, ni en su programa y tampoco en su visión de futuro ha chocado contra el muro de su propia incompetencia o de su propia interpretación de la realidad.
La situación de la economía argentina aplica en muchos aspectos a un proceso que se asemeja a la salida de la sovietización luego de la caída del muro: falta de competitividad en casi todas sus actividades, libertades económicas subrogadas por un estado hiperregulador,  subsidios extendidos, condiciones a las que se agregan otras tras décadas de populismo: carga fiscal intolerable, una población que demanda un estilo de vida impropio para los recursos de los que dispone, leyes laborales y burocracia que hacen titánica la tarea de abrir una empresa, etc. etc.
La excusa que el gobierno ha utilizado para explicar su inoperancia es que no dispone de las mayorías parlamentarias para impulsar los cambios. Pero esto no explica por qué nunca le contó a la población en qué condiciones recibió el país ni qué cosas estaba dispuesto a hacer para revertirlas.
No obstante, la mayor parte de los que todavía apoyan a Cambiemos asume el argumento de la debilidad política como válido.
Mi punto de vista es que esta visión presenta dos problemas. El primero es que Cambiemos jamás ha prometido cambiar el estatismo rampante que gobierna desde hace tanto tiempo. Más allá de tomar medidas económicas imprescindibles para recuperar el crédito –básicamente salir del default y eliminar el control de cambios conocido como “cepo”- no ha propuesto más que una mínima prolijidad dentro del mismo modelo de gestión que ha heredado. ¿Si no era esto lo que Cambiemos quería cambiar, pues qué era? ¿Creyó que los problemas de la Argentina se resolvían sólo combatiendo la corrupción?
El segundo problema de la teoría de la debilidad política es que Cambiemos no ha promovido el más mínimo cambio en las reglas de juego del poder. El gobierno pretende seducir a una mayoría simple que le asegure retener el poder por la vía de extorsionar a la población y  a los peronistas que no quieren al kirchenrismo con la amenaza su regreso, a la vez que utiliza las mismas armas de concentración de poder y del reparto de recursos fiscales que su antecesor. Tampoco en el modo de ejercer el poder Cambiemos ha cambiado nada.
En síntesis, estatismo y unitarismo son las herramientas con las que el kircherismo ha disciplinado a propios y a extraños. Cambiemos no ha intentado  ni tiene intenciones de deshacerse de ellas. 
En estas condiciones el país enfrenta una nueva crisis económica derivada,  como siempre, no de catástrofes naturales o bélicas sino de su secular insolvencia fiscal.
Y la estrategia del gobierno es arrastrar a la oposición “racional” hasta el borde del precipicio para obligarla a votar a favor de un presupuesto sin disidencias so pena de hacerla corresponsable de un nuevo desastre. Una estrategia tan patológica como las tantas que practicó el kirchnerismo, aunque estéticamente menos procaz.
Dadas las circunstancias, nadie sabe si la clase política va a cumplir sus promesas o va nuevamente a deshonrar sus compromisos, mientras todos sabemos que cada uno de sus representantes disputa a codazos por un trozo de los ingresos públicos intentando salir del barro sin ensuciarse la ropa. Porque el éxito en este juego consiste en sacarse rápidamente las responsabilidades de encima para estar listo en la línea de largada para afrontar un nuevo proceso electoral.
El kirchnerismo ha dañado a la sociedad argentina en algo mucho más profundo que su economía. El producto de su estrategia de poder, especialmente luego de haber encontrado en las ideas de Laclau un sendero fértil, ha sido legar su sentido agonal de la política, un estigma que los argentinos habían dejado de lado en 1983.
La estrategia de crear enemigos para polarizar las decisiones ha dado rédito electoral tanto al kircherismo como a Cambiemos. Así, han logrado dividir a la sociedad en tres tercios, uno favorable a cada uno de ellos, fanatizados en su mitología; y un tercio restante voluble y mayoritariamente poco comprometido.
Pero sucede que lo que puede ser bueno como estrategia electoral es muy malo para la convivencia en los periodos que van de una elección a otra. Es por eso que vivimos en un permanente proceso electoral.
La resolución de los problemas económicos requiere de amplios acuerdos que sostengan reglas de juego por periodos muy largos. Los problemas que enfrentamos en la actualidad son producto de haber destrozado la confianza de los agentes económicos. Ninguna economía crece al contado, pero menos aquellas que no honran sus compromisos.
Nuestra forma de hacer política no garantiza ningún acuerdo. Y la inestabilidad política compromete cualquier solución económica.
Nos hemos pasado los últimos tres años discutiendo problemas económicos, sus orígenes, sus soluciones, sus restricciones y su forma de resolverlos o de postergarlos, pero nada hemos hablado de la reforma política, cuando las autoridades que hoy nos gobiernan a nivel nacional, provincial y municipal se han quejado de lo fraudulentas que fueron las elecciones. Las mismas en las que fueron consagrados.
Los pocos atisbos de encarar la reforma se limitaron a hablar del sistema de votación para reemplazar la arcaica boleta de papel por partido.
Nuestro sistema de gobierno presidencialista propicia la concentración de las decisiones. El unitarismo fiscal termina por ser un vicio de esta estructura. Pero no sólo afecta a las cuentas públicas sino también a los otros poderes del estado.
Como hemos notado durante los últimos quince años, la legislatura y la justicia o se han subordinado al poder ejecutivo o se han excusado de cumplir con sus responsabilidades resguardadas en una supuesta responsabilidad política, que no es más que un ardid que consolida el poder presidencial a costa del poder de la ciudadanía. Políticos oficialistas y opositores participan de este juego, dando a la política el carácter agonal arriba mencionado.
El sistema presidencialista promueve la dictadura de las mayorías, porque el que gana, aunque sea por una diferencia exigua, se lo lleva todo. El pretexto es asegurar la gobernabilidad, otro eufemismo que utilizamos para consolidar la democracia delegativa. Si legisladores y jueces hubiesen cumplido con las funciones que los ciudadanos les delegaron no tendríamos los problemas económicos que padecemos.
La rigidez para remover a un presidente cuando ya no es apto para resolver los problemas –o que ha convertido a su gobierno en una asociación ilícita- pone en jaque a todo el sistema de gobierno. La tolerancia al robo o a la ineptitud aparece como el mal menor frente a un cambio abrupto de gobierno.
Los sistemas parlamentaristas han resuelto estos problemas. La instalación de tal sistema fue una idea que intentó imponer Raúl Alfonsín en el Pacto de Olivos, teniendo fresca la experiencia de la licuación de su poder durante su mandato.
Hemos visto en los últimos años como varios parlamentos europeos han removido a sus jefes de gobierno sin que peligre el orden constitucional (Inglaterra, Bélgica, España, Italia, por ejemplo).
Los sistemas parlamentaristas representan más cabalmente los intereses sociales de cada momento, pues las cámaras legislativas se renuevan en periodos cortos y en forma parcial.
Las minorías en el sistema parlamentarista tienen un rol de mayor responsabilidad, sus legisladores deben dejar de ocupar una posición testimonial o de simples traficantes de votos pagos. Este sistema permite resolver el problema del "teorema de Baglini" (el diputado alfonisinista se hizo famoso por enunciar que la adudacia de las propuestas de los legisladores es inversamente proporcional a  su responsabilidad por aplicarlas).
El poder ejecutivo se convierte en un mero administrador de los asuntos públicos, elegido por los parlamentarios para ejecutar las políticas decididas por ellos mismos, lo que les hace prestar más atención sobre las iniciativas que promueven.
Los ciudadanos deben responsabilizarse por su elección, porque cuentan con matices y les resulta más difícil refugiarse en la comodidad de la “grieta”.
La mayor participación ciudadana contribuirá a ir debilitando al estatismo, esa “ilusión que todos tenemos de vivir del esfuerzo de los demás”.
El cambio de sistema de gobierno también debe complementarse con un retorno al federalismo, no solo en el terreno fiscal, llevando las decisiones lo más cerca posible de donde se ejecutan, como un paso que posibilite la revisión del principio de subsidiariedad del estado. Los distritos y las ciudades deben poder competir por ser más eficientes y ofrecer a sus ciudadanos mejor calidad de vida. Esta competencia permitirá testear distintos modelos de gestión de los asuntos públicos e introducir los cambios que sean necesarios en forma menos traumática.
Claro que el cambio de sistema de gobierno no resolverá por sí solo el problema de los vicios que nos aquejan, que permean de la sociedad al gobierno y viceversa –erradicación de las mafias, carencias del sistema educativo, de salud y previsional, sólo por mencionar los más importantes-. Pero por algo hay que empezar a cambiar en serio.
¿Será mucho pedir?



domingo, 23 de septiembre de 2018

Institucionalizar



Preocupado, ¿como muchos?, por el fracaso secular de la Argentina, que lleva ya casi noventa años, el economista de la Fundación Libertad y Progreso, Agustín Etchevarne, (@aetchevarne) lanzó esta semana varios desafíos en Twitter consistentes en cómo salir del populismo que, a juicio de muchos de los que nos interesamos por la política, es la raíz de nuestra decadencia.

Al efecto lanzó algunas consignas como la de proponer la prohibición del voto a quienes sobrevivan gracias a cobrar mensualmente un cheque del estado, puesto que nunca elegirían a quienes propongan su achicamiento, lo que suena necesario en una sociedad ahogada por los impuestos y los privilegios.

Paralelamente, uno puede encontrar a los dirigentes de la izquierda argentina arengando por propuestas en el sentido contrario y protestando porque el populismo no es suficientemente popular ya que, según su juicio, la Argentina continúa fracasando porque la gobierna el neoliberalismo y la patria financiera.

Más allá del valor teorético de las líneas argumentales, el hecho a destacar consiste en la permeabilidad que el  debate de ideas consigue en la sociedad.
La realidad en nuestro país, como la de la mayoría de los países del mundo, es que el debate de ideas permanece sólo en las elites intelectuales. Las mayorías populares apenas reconocen alguna laxa filiación política sin cuestionarse por la consistencia de sus ideas ni por las consecuencias prácticas de su aplicación.

Es así como la mayor parte de la parte de la población se opone al ajuste al mismo tiempo que a la inflación, al endeudamiento al mismo tiempo que a la baja del gasto, al desempleo al mismo tiempo que a la rigidez en la legislación laboral o a la asfixiante presión fiscal al mismo tiempo que exige un estado "presente" en la educación, la salud o la obra pública.

Abocada a sus actividades crematísticas y a disfrutar del ocio del que goza el hombre moderno gracias al progreso,  la población -me parece un exceso hablar de sociedad- ha olvidado el necesario rol de ciudadanía que debe necesariamente ejercer para encaminarse hacia un destino común, sea cual fuere el elegido.

¿Cómo crear un nuevo país desde bases agonales si el problema no es, solamente,  la disputa de sus elites sino la desafección de las mayorías?

¿Es posible conseguir logros consistentes cuando la dirigencia política decide de acuerdo a las encuestas de opinión pública?

Más allá de los esfuerzos intelectuales por promover la discusión en la sociedad sobre las instituciones que se necesitan, los cambios requieren de profundas convicciones arraigadas en las costumbres, reflejo de los valores. Las sociedades no cambian por el esfuerzo de sus elites, pero necesitan de ellas como los faros necesitan de los barcos para iluminar su camino.

Las instituciones son las reglas sociales que guían nuestro comportamiento, funcionan cuando simplemente son la expresión de conductas naturalizadas y son inútiles cuando son la expresión de un simple voluntarismo de moda, por más que estén expresadas en mamotretos legales.

Un cambio en la conciencia de todos es necesario para revertir el fracaso, provocado por nuestras propias malas costumbres.

domingo, 26 de agosto de 2018

Hay que atender a los pobres


¿Cuántas veces lo hemos escuchado? ¿cuántas veces lo hemos dicho o pensado?

En los países de cultura judeo cristiana es parte del sentido común el instinto moral de la preocupación por los desfavorecidos. Nos aterra la pobreza, quizás porque sus imágenes evocan nuestros miedos ancestrales, cuando los humanos recorrían las praderas buscando cobijo y sustento diario, cuando la vida podía irse en un abrir y cerrar de ojos.

Tales son estos miedos que logran nublar nuestra razón y nuestros sentidos como para no permitirnos advertir las bondades del mundo en la época que nos ha tocado vivir.

A pesar de hay más seres humanos en la Tierra que nunca, en la actualidad sólo una mínima porción lucha a diario por algo para comer, la mayoría de nosotros vamos a vivir mucho más tiempo que nuestros antepasados más cercanos y gozamos de un bienestar y de un confort que nos permiten pensar en mañanas mucho más distantes que los próximos días, meses o años.

Es necesario pensar en este contexto para entender qué estamos diciendo o haciendo cuando decimos que hay que atender a los pobres.


¿Qué es un pobre?

Evitaré la alusión a todo el discurso progresista, con todos su coeficientes sobre la desigualdad porque ellos están abocados a demostrar que hay pobres hasta en Liechtenstein por culpa de que unos tienen lo que a los otros les falta. De modo que no voy a ocuparme de la pobreza relativa. Queda eso para otro momento o para nunca, porque está lleno de libros y artículos que desmontan tales pensamientos.
Me interesa plantear algunas cuestiones sobre la pobreza absoluta, esto es, la falta de alimentos suficientes para sobrevivir y la falta de cobijo necesario para no morir de frío. Quien no tenga esas carencias no es pobre en términos absolutos.

Hay algunas personas, en unas sociedades más que en otras, que viven en pobreza absoluta. Los niños y los viejos son los más indefensos porque no tienen las herramientas para salir de esta situación, por eso su familia tiene que protegerlos.

Muy pocas personas están en situación de pobreza absoluta, ya que nuestras sociedades producen fácilmente alimentos y abrigo. Y los que son pobres no tienen más que acercarse a las ciudades para recoger lo que los no pobres desechan, y así logran sobrevivir.

Si esta situación satisface o no nuestras conciencias es otro problema. Y aquí viene el problema.
Puede que a algunos les moleste que en el lugar donde vive haya gente mendigando en las esquinas o haciendo malabares en los semáforos para comer ese día, y haya otros que pueden convivir con eso. Los primeros dirán que a esa gente le faltan muchas cosas -comparado con lo que ellos mismos tienen, porque rara vez se acercan a los otros para consultarlos sobres sus carencias- y los otros ni siquiera se preocupan por eso. De modo que el problema queda para aquellos que se preocupan.
Dentro de este grupo hay quienes brindan una ayuda circunstancial, una propina por dejar que le limpien el parabrisas, o una limosna o esporádica donación, recibiendo a cambio una discreta satisfacción por cumplir una pequeña parte del deber cotidiano.
Otros quieren asumir un compromiso aún mayor y transformar la ayuda en permanente. Y aquí se encuentran con dos problemas: por un lado deben obtener diariamente los recursos, que tienden a ser cada vez más cuantiosos cuanto más eficaz es su tarea y, por el otro, los que reciben la dádiva se tornan cada vez más perezosos para buscar los medios de autosustentación.

La ayuda presenta dos problemas, digamos uno sincrónico y otro diacrónico. Una vez resueltas unas necesidades de orden más urgente (alimento y abrigo) surgen inmediatamente otras (salud y educación, por ejemplo). Cuando estas necesidades de segundo orden se inscriben también en el registro de la pobreza son muchos más los pobres que aparecen, los que habían resuelto un problema pero no el otro.

Hay un punto en el que el grupo de "atendedores" se bifurca. Unos siguen el camino de conseguir recursos mediante apoyos voluntarios y otros buscan conseguirlos mediante medios coercitivos y buscan el apoyo del estado, el Ogro Benevolente, para algunos "ogro" porque obtiene lo que quiere quitándoselo a los que producen y para algunos "benevolente" porque reciben la dádiva sin dar nada a cambio.

La ayuda voluntaria es limitada, pues las necesidades son infinitas y es complicado mantener una ayuda duradera.

La ayuda coercitiva, a su vez, requiere de mejores argumentos que el garrote, pues nadie lo soporta por demasiado tiempo.

Es en este momento donde se cambian los argumentos y la ayuda, para quien la da, deja de ser una alternativa voluntaria para convertirse en una obligación, y para quien la recibe deja de ser una posibilidad transitoria para transformarse en un derecho garantizado por el estado.

Con este nuevo derecho social una parte cada vez mayor de la sociedad se convierte en acreedora de la otra. El estado se convierte, en el mejor de los casos, en un árbitro burocrático donde indiferentes y anónimos funcionarios ofician a diario de agentes de distribución de la riqueza producida por el trabajo ajeno y, en el peor de los casos, en una banda de gángsters extorsionadores que antes que distribuir la riqueza surgida del atraco toman primero para sí la tajada más grande, como para hacerle saber a todos los demás que nada podrán hacer sin ellos.

Como en un enorme y eterno baile de disfraces, el resto de la sociedad intercambia permanentemente sus roles. Casi todos somos aportantes al fisco en alguna proporción, como también beneficiarios de la dádiva. Es tal la maraña de subsidios cruzados que es prácticamente imposible saber para cada uno si es un contribuyente o un beneficiario neto. Además, es una tarea inútil intentar descubrirlo porque es poco lo que se puede hacer para cambiar la situación. Así que lo más práctico es intentar apropiarse de algún privilegio seduciendo al funcionario de turno de modo más o menos amable según sea el caso y las armas con las que se cuente.

Sindicalistas, magnates de la obra pública, banqueros, financistas, piqueteros, artistas de variedades, docentes, científicos, empleados públicos, jubilados, médicos, estudiantes, empresarios del transporte, etc. etc. presionan por pedazos del presupuesto para satisfacer sin límites las necesidades que a ellos le parecen justas, porque todos entienden que pocos bien organizados consiguen saquear a muchos desorganizados, muchas veces sin que se note e inclusive haciendo que acepten el saqueo. Los políticos miran obsesivamente las encuestas de opinión para saber a quienes favorecer para conseguir más votos. Los que ponen el dinero son cada vez menos así que para conformarlos a todos se imprimen más billetes sin pensar en la inflación o se toma más deuda sin saber cómo pagarla. El Ogro Benevolente de tan benevolente se torna cada vez más ogro. 

Y al final de toda esta historia, los pobres absolutos son cada vez más.